Francisco Javier Cervigon Ruckauer








Del Tratado de san Cipriano, obispo y mártir,
Sobre la oración del Señor.
(Cap. 11-12: CSEL 3, 274-275)

SANTIFICADO SEA TU NOMBRE

Cuán grande es la benignidad del Señor, cuán abundante la riqueza de su condescendencia y de su bondad para con nosotros, pues ha querido que, cuando nos pongamos en su presencia para orar, lo llamemos con el nombre de Padre y seamos nosotros llamados hijos de Dios, a imitación de Cristo, su Hijo; ninguno de nosotros se hubiera nunca atrevido a pronunciar este nombre en la oración, si él no nos lo hubiese permitido. Por tanto, hermanos muy amados, debemos recordar y saber que, pues llamamos Padre a Dios, tenemos que obrar como hijos suyos, a fin de que él se complazca en nosotros, como nosotros nos complacemos de tenerlo por Padre.

Sea nuestra conducta cual conviene a nuestra condición de templos de Dios, para que se vea de verdad que Dios habita en nosotros. Que nuestras acciones no desdigan del Espíritu: hemos comenzado a ser espirituales y celestiales y, por consiguiente, hemos de pensar y obrar cosas espirituales y celestiales, ya que el mismo Señor Dios ha dicho: Yo honro a los que me honran, y serán humillados los que me desprecian. Asimismo el Apóstol dice en una de sus cartas: No os pertenecéis a vosotros mismos; habéis sido comprados a precio; en verdad glorificad y
llevad a Dios en vuestro cuerpo.

A continuación añadimos: Santificado sea tu nombre, no en el sentido de que Dios pueda ser santificado por nuestras oraciones, sino en el sentido de que pedimos a Dios que su nombre sea santificado en nosotros. Por lo demás, ¿por quién podría Dios ser santificado, si es él mismo quien santifica? Mas, como sea que él ha dicho: Sed santos, porque yo soy santo, por esto pedimos y rogamos que nosotros, que fuimos santificados en el bautismo, perseveremos en esta santificación inicial. Y esto lo pedimos cada día. Necesitamos, en efecto, de esta santificación cotidiana, ya que todos los días delinquimos, y por esto necesitamos ser purificados mediante esta continua y renovada santificación.

El Apóstol nos enseña en qué consiste esta santificación que Dios se digna concedernos, cuando dice: Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los calumniadores, ni los rapaces poseerán el reino de Dios. Y en verdad que eso erais algunos; pero fuisteis lavados, fuisteis santificados, fuisteis justificados en el nombre de Jesucristo, el Señor, por el Espíritu de nuestro Dios. Afirma que hemos sido santificados en el nombre de Jesucristo, el Señor, por el Espíritu de nuestro Dios. Lo que pedimos, pues, es que permanezca en nosotros esta santificación y -acordándonos de que nuestro juez y Señor conminó a aquel hombre que él había curado y vivificado a que no volviera a pecar más, no fuera que le sucediese algo peor- no dejamos de pedir a Dios, de día y de noche, que la santificación y vivificación que nos viene de su gracia sea conservada en nosotros con ayuda de esta misma gracia.


















Del Tratado de san Cipriano, obispo y mártir,
Sobre la oración del Señor.
(Cap. 8-9: CSEL 3, 271-272)

NUESTRA ORACIÓN ES PÚBLICA Y COMÚN

Ante todo, el Doctor de la paz y Maestro de la unidad no quiso que hiciéramos una oración individual y privada, de modo que cada cual rogara sólo por sí mismo. No decimos: «Padre mío, que estás en el cielo», ni: «Dame hoy mi pan de cada día», ni pedimos el perdón de las ofensas sólo para cada uno de nosotros, ni pedimos para cada uno en particular que no caigamos en tentación y que nos libre del mal. Nuestra oración es pública y común, y cuando oramos lo hacemos no por uno solo, sino por todo el pueblo, ya que todo el pueblo somos como uno solo.

El Dios de la paz y el Maestro de la concordia, que nos enseñó la unidad, quiso que orásemos cada uno por todos, del mismo modo que él incluyó a todos los hombres en su persona. Aquellos tres jóvenes encerrados en el horno de fuego observaron esta norma en su oración, pues oraron al unísono y en unidad de espíritu y de corazón; así lo atestigua la sagrada Escritura que, al enseñarnos cómo oraron ellos, nos los pone como ejemplo que debemos imitar en nuestra oración: Entonces -dice- los tres, a una sola voz, se pusieron a cantar, glorificando y bendiciendo a Dios. Oraban los tres a una sola voz, y eso que Cristo aún no les había enseñado a orar.

Por eso fue eficaz su oración, porque agradó al Señor aquella plegaria hecha en paz y sencillez de espíritu. Del mismo modo vemos que oraron también los apóstoles, junto con los discípulos, después de la ascensión del Señor. Todos ellos -dice la Escritura- perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres y de María, la madre de Jesús, y de los hermanos de éste. Perseveraban unánimes en la oración, manifestando con esta asiduidad y concordia de su oración que Dios, que hace habitar unánimes en la casa, sólo admite en la casa divina y eterna a los que oran unidos en un mismo espíritu.

¡Cuán importantes, cuántos y cuán grandes son, hermanos muy amados, los misterios que encierra la oración del Señor, tan breve en palabras y tan rica en eficacia espiritual! Ella, a manera de compendio, nos ofrece una enseñanza completa de todo lo que hemos de pedir en nuestras oraciones. Vuestra oración -dice el Señor- ha de ser así: «Padre nuestro, que estás en el cielo.»

El hombre nuevo, nacido de nuevo y restituido a Dios por su gracia, dice en primer lugar: Padre, porque ya ha empezado a ser hijo. La Palabra vino a los suyos -dice el Evangelio- y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, a los que creen en su nombre, les dio poder de llegar a ser hijos de Dios. Por esto, el que ha creído en su nombre y ha llegado a ser hijo de Dios debe comenzar por hacer profesión, lleno de gratitud, de su condición de hijo de Dios, llamando Padre suyo al Dios que está en el cielo.
























Padre Nuestro, que estás en el cielo,
santificado sea tu nombre,
venga a nosotros tu Reino,
hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.

Danos hoy nuestro pan de cada día,
perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden;
no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal.








Santa María,
obra maestra de la Santísima Trinidad,
llena de gracia...


















































(Mt 5,17-19)

«No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas.
No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento.
Sí, os lo aseguro:
el cielo y la tierra pasarán
antes que pase una i o una tilde de la Ley
sin que todo suceda. Por tanto,
el que traspase uno de estos mandamientos más pequeños
y así lo enseñe a los hombres,
será el más pequeño en el Reino de los Cielos;
en cambio, el que los observe y los enseñe,
ése será grande en el Reino de los Cielos
».




















De los Sermones de san Antonio de Padua,
presbítero y Doctor de la Iglesia.
(1, 226)

LA PALABRA
TIENE FUERZA CUANDO VA ACOMPAÑADA DE
LAS OBRAS

El que está lleno del Espíritu Santo habla diversas lenguas. Estas diversas lenguas son los diversos testimonios que da de Cristo, como por ejemplo la humildad, la pobreza, la paciencia y la obediencia, que son las palabras con que hablamos cuando los demás pueden verlas reflejadas en nuestra conducta. La palabra tiene fuerza cuando va acompañada de las obras. Cesen, por favor, las palabras y sean las obras quienes hablen. Estamos repletos de palabras, pero vacíos de obras, y por esto el Señor nos maldice como maldijo aquella higuera en la que no halló fruto, sino hojas tan sólo. «La norma del predicador -dice san Gregorio- es poner por obra lo que predica.» En vano se esfuerza en propagar la doctrina cristiana el que la contradice con sus obras.

Pero los apóstoles hablaban según les hacía expresarse el Espíritu Santo. ¡Dichoso el que habla según le hace expresarse el Espíritu Santo y no según su propio sentir!
Porque hay algunos que hablan movidos por su propio espíritu, roban las palabras de los demás y las proponen como suyas, atribuyéndolas a sí mismos. De estos tales y de otros semejantes dice el Señor por boca de Jeremías: Aquí estoy yo contra los profetas que se roban mis palabras uno a otro. Aquí estoy yo contra los profetas -oráculo del Señor- que manejan la lengua para echar oráculos. Aquí estoy yo contra los profetas de sueños falsos -oráculo del Señor-, que los cuentan para extraviar a mi pueblo, con sus embustes y jactancias. Yo no los mandé ni los envié, por eso son inútiles a mi pueblo -oráculo del Señor-.

Hablemos, pues, según nos haga expresarnos el Espíritu Santo, pidiéndole con humildad y devoción que infunda en nosotros su gracia, para que completemos el significado quincuagenario del día de Pentecostés, mediante el perfeccionamiento de nuestros cinco sentidos y la observancia de los diez mandamientos, y para que nos llenemos de la ráfaga de viento de la contrición, de manera que, encendidos e iluminados por los sagrados esplendores, podamos llegar a la contemplación
del Dios uno y trino.


























«Jesús contestó:
–No se lo prohibáis,
porque nadie que haga un milagro en mi nombre
podrá luego hablar mal de mí.»

(Mc 9,39)

«Quien quiera amar la vida y pasar días felices,
cuide su lengua de hablar mal

(1 P 3,10)

«Para que nadie pueda hablar mal del mensaje de Dios.»
(Tit 2,5)

«Refrena tu lengua de hablar mal
(Sal 34,13)

«Entonces el Señor dijo a Moisés:
“Vuelve a poner el bastón de Aarón delante del arca del pacto,
y guárdalo allí como advertencia para este pueblo rebelde.
Así harás que dejen de hablar mal delante de mí”.»
(Nm 17,10)

«Luego el Señor dijo a Moisés y a Aarón:
“¿Hasta cuándo esta comunidad perversa va a seguir protestando contra mí?
Ya les he oído hablar mal de mí.»
(Nm 14,26-27)

«Todos ellos comenzaron a hablar mal de Moisés y de Aarón.
Decían: “¡Ojalá hubiéramos muerto en Egipto, o aquí en el desierto!”.»
(Nm 14,2)

«María y Aarón empezaron a hablar mal de Moisés,
porque se había casado con una mujer etíope.»
(Nm 12,1)

«Eso va a servir para defender tu buena fama

delante de todos los que están contigo.
Nadie podrá hablar mal de ti.»
(Gn 20,16)


El elogio del Señor a Moisés:

«De pronto, el Señor dijo a Moisés, a Aarón y a Miriam:
“Id los tres a la Tienda del Encuentro”. Cuando salieron los tres,
el Señor descendió en la columna de nube
y se detuvo a la entrada de la Tienda.
Luego llamó a Aarón y a Miriam. Los dos se adelantaron,
y el Señor les dijo:
“Escuchad bien mis palabras:
Cuando aparece entre vosotros un profeta,
yo me revelo a él en una visión, le hablo en un sueño.
No sucede así con mi servidor Moisés:
él es el hombre de confianza en toda mi casa.
Yo hablo con él cara a cara y en un lenguaje claro.
Y si él me ve cara a cara,
¿cómo os atrevéis vosotros a hablar mal de él?”
Y lleno de indignación contra ellos, el Señor se alejó.»
(Nm 12, 4-8)






























































"Jesús cruzaba por los sembrados un sábado.
Y sus discípulos sintieron hambre y se pusieron a arrancar espigas y a comerlas.
Al verlo los fariseos, le dijeron:
–Mira, tus discípulos hacen lo que no es lícito hacer en sábado.
Pero Él les dijo:
¿No habéis leído lo que hizo David
cuando sintió hambre él y los que le acompañaban,

cómo entró en la Casa de Dios y comieron los panes de la ofrenda,
que no le era lícito comer a él, ni a sus compañeros, sino sólo a los sacerdotes?
¿Tampoco habéis leído en la Ley que en día de sábado
los sacerdotes, en el templo, pueden quebrantar el sábado
sin incurrir en culpa?
Pues yo os digo que hay aquí algo mayor que el templo.
Si comprendierais lo que significa aquello de: “Misericordia quiero y no sacrificio”,
no condenaríais a los que no tienen culpa.
Porque el Hijo del hombre es Señor del sábado"

(Mt 12,1-8).

"Sí está permitido hacer el bien en sábado" (Mt 12, 12)

+ "Dios me libre de gloriarme más que de la Cruz de
nuestro Señor Jesucristo
"
(Gal. 6,14).

+ "He aprendido más en la Cruz que en los libros" (Santo Tomás de Aquino).

+ Jesucristo: - "Pídeme lo que quieras";

+ San Juan de la Cruz: - "Señor, padecer y ser despreciado por Vos".



VIA CRUCIS


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En Él estaba la vida,

y la vida era la luz de los hombres.

(Jn 1,4)


De nuevo les dijo Jesús:
–Yo soy la luz del mundo.

(Jn 8,12)


Ya no habrá noche:
no tienen necesidad de luz de lámparas
ni de la luz del sol,
porque el Señor Dios alumbrará sobre ellos,
y reinarán por los siglos de los siglos.

(Ap 22,5)

Llena de gracia

Llena de gracia